Los cabarés de la Playa de Marianao

Los cabarés de la Playa de Marianao

Hablar del Coney Island de la Playa de Marianao sería incompleto si no mencionamos también a toda la zona justo enfrente de ella en la acera sur de la Quinta Avenida de Miramar, lugar que desde principios de la década de 1920 hasta finales de la del cincuenta fue uno de los principales lugares de entretenimiento, sobre todo de vida nocturna.

Desde que dejamos de ser colonia española, fue Marianao precisamente el lugar donde se asentó el puesto de mando de las fuerzas armadas norteamericanas tras el triunfo sobre España, lo que dio pie posteriormente a que esa zona se urbanizara y décadas más tarde, con la implantación de la Ley Seca en Estados Unidos y el consiguiente incremento del turismo estadounidense, la capital cubana se convirtió en un gran centro turístico y la playa de Marianao fue uno de los lugares que se llenó de cabarés, casas de juego, billares, bares, prostíbulos y hoteles de mala muerte, lo que proliferó gracias a su condición de balneario.

Después de la llamada “Danza de los Millones”, donde el precio del azúcar, producto de la Primera Guerra Mundial alcanzó valores altísimos, vino, a principios de la década de 1920, un periodo llamado “Las vacas flacas”, una crisis con la baja estrepitosa del precio del principal renglón de exportación cubano y que llevó a la miseria a millones.

Por ello la gente buscó un lugar donde podían continuar divirtiéndose sin hacer grandes gastos, ya que se hacía muy difícil ir a los cabarés y casinos famosos y ello lo encontraron en las llamadas “Fritas de Marianao”.

Las “Fritas de Marianao”

El auge turístico norteamericano surge en los primeros años del siglo XX y aparte de su preferencia por la Habana Vieja y sus zonas aledañas, llenas de buenos restaurantes, bares, cabarés y tiendas se extiende al Hipódromo de Marianao, el Cabaré Tropicana, el Casino de la Playa, la Playa de Marianao y en este último lugar descubren una zona semi marginal pero llena de encanto con su música y su gastronomía que hacen crecer su interés.

Muchos prefirieron dejar a un lado a los sitios más exclusivos para ir hacia la periferia y descubrir otros menos famosos pero donde la música cubana era la reina, donde no había cabida para la etiqueta ni las clases sociales y donde todas las manifestaciones de la música cubana sonaban de forma auténtica.

Y con la Ley Seca, el turismo creció exponencialmente, pues venían no sólo los habituales, sino ahora se incorporaban los que estaban ávidos de tomar bebidas alcohólicas, prohibidas en su país.

Las “Fritas de Marianao”, de la que hablamos, es un tramo de vía que se extiende entre las rotondas de las calles 112 y 120 de la Quinta Avenida donde pululaban bares y cabarés de segunda y tercera categoría como el Rumba Palace, Panchin, Mi Bohío, el Kiosco de Casanova, El Niche Club, El Pompilio, La Choricera, El Ranchito, el Pennsylvania (con dos shows cada noche), La Taberna de Pedro, Los Tres Hermanos y otros, entre los que destacaba como curiosidades el Barrilito Club y el Flotante Club y el Quibú, detrás de la Universidad de Villanueva y junto a las márgenes del arroyo de igual nombre.

Algunos de ellos eran sitios rústicos con piso de cemento y hasta de tierra o arena, con mesas de madera sin pintar y techos de zinc o de pencas de guano y el lindero de todos era el Romerillo. Se decía que el lugar era completamente marginal, pues lindaba con el barrio conocido como “El Romerillo” y como era visitado por bebedores habituales, vendedores ambulantes y gente de la mala vida, incluyendo traficantes, chulos y prostitutas, hacía que junto con los puestos de fritas, fondas y los bares y centros nocturnos, abundaran las posadas para satisfacer el comercio sexual. Lo cierto es que allí iban todos, buscando una Habana más autóctona.

Pero no importaba la forma, lo importante era el contenido y el de allí no podía encontrarse en ninguna otra parte.

Por ahí pasaron grandes de la música como Félix Chappottín, Benny Moré, Antonio Arcaño, Arsenio Rodríguez, Juana Bacallao, Carlos Embale, Obdulia Breijo, Marcelino Teherán, Tata Güines, el transformista Musmé, y muchos otros talentos que han sido olvidados.

El caso de Julio Chang, que construyó meticulosamente una imagen que acabó superándolo, fue el transformista Musmé, el más famoso de los artistas de variedades cubanos que empleaba el transformismo, y que no solo triunfó por su aspecto externo, sino también porque cantaba con su propia voz impostada de soprano o contralto, con una notable feminidad al cantar, lo que había aprendido como alumno de la famosa profesora Mariana de Gonitch. Comenzó en el Panchin y de ahí pasó al Pennsylvania y al teatro Campoamor. En septiembre de 1960 el gobierno suspendió a los transformistas de los shows de cabaré lo que hizo que trabajara casi en la clandestinidad, hasta reaparecer en el Teatro Martí como parte de los espectáculos de Pous y Sanabria, el que también fue prohibido. Musmé se fue a México y más tarde a New York, donde tuvo tanto éxito como en Cuba.

Y dentro de todos los que por allí pasaron, estuvo uno de los genios desconocidos o no debidamente reconocidos de la música cubana: el increíble percusionista El Chori, el alias con que se dio a conocer Silvano Shueg Hechevarría.

Se dice que Manuel Corona, el trovador y autor de composiciones tradicionales cubanas como “Longina”, “Santa Cecilia”, “Aurora”, “Mercedes”, “Se acabó la choricera” y “Una Mirada”, tuvo una vida bohemia y frecuentaba lugares del bajo mundo habanero, por lo que vivió en la trastienda del Bar Jaruquito, donde murió en 1950, en la total miseria.

Pero lo que no se puede olvidar es que en la Playa de Marianao la música cubana tuvo un palacio.

Y no era raro encontrar en estos establecimientos que muchos denominaban “tugurios de mala muerte”, a personajes como Marlon Brando, Agustín Lara, Imperio Argentina, Cab Calloway, Gary Cooper, Federico García Lorca,Toña la Negra, Ernesto Hemingway, Maria Félix, Josephine Baker, Errol Flynn, Pedro Vargas, Tito Puente y otros muchas otras figuras de alcance mundial, en particular George Gershwin, que encontró gran inspiración en lo que allí escuchó. Por algo sería.

Y a la entrada de esos centros nocturnos, en las aceras se podían ver decenas de puestos de venta de fritas, uno tras otro y que hizo que ese sitio fuera conocido como “Las fritas de Marianao”. Estos puestos de fritas vendan pan con bisté, tamales, papas rellenas, croquetas, mariquitas y otras comidas rápidas, pero la reina era la frita, esa incomparable hamburguesa cubana que no tiene que envidiarle nada a cualquier otra oferta de gastronomía callejera, de ahí el nombre del lugar.

Los puestos surgieron primero como respuesta al concepto cubano de que “la playa da hambre” y después los numerosos usuarios que iban a los bares y centros nocturnos hicieron que los puestos extendieron sus horarios y compitieron entre sí para ofrecer la mayor calidad de sus productos.

El chori

La Playa de Marianao, en la acera norte, frente a Las Fritas y junto al Coney Island y La Concha, contaba con lugares de lujo, como eran el Country Club, el Casino Nacional, el Biltmore, El Casino Español de La habana y el Club Náutico, donde tocaban principalmente jazzband como las orquestas Hermanos Castro, Riverside, Casino de la Playa y Hermanos Palau.

Estos exclusivos centros compartían cercanamente la geografía con las llamadas “fritas de Marianao”, la zona que colmaba la acera sur de la Quinta Avenida desde antes y hasta más allá de la rotonda en que la avenida que se conoció como Gran Boulevard de Marianao y donde existiera el cinódromo del “Havana Greyhound Kennel Club, donde mataban a los pobres galgos de tanto correr.

No era raro encontrar en la prensa una noticia que hablara de una fiesta (o party para hacerlo más chic) ofrecida por el banquero Juan Gelats en el Country Club y donde se reunió lo mejor de la sociedad habanera y otra donde se hablaba de que justo en la acera de enfrente el actor Marlon Brando se pasó la noche bailando y tocando el bongó en los cabarés de la Playa de Marianao. Ello nos da la medida de que la música cubana no estaba en los clubes de los ricos, dominada por los jazzbands, sino en la zona de Las Fritas de Marianao.

No hay nadie que haya vivido en La Habana de los años cincuenta del pasado siglo que no haya visto escrito con tiza y con letra muy pareja en cualquier parte de la ciudad, el nombre de Chori. El Chori aparecía en cualquier parte con una caligrafía perfecta y curvas que parecían hechas con un compás. No importaba que lo hiciera en un medio de comunicación tan efímero, siempre quedaba grabado en la mente para el que lo conocía y la intriga de quién sería para el que no.

El Chori, acabó con las tizas en La Habana para darse a conocer y su nombre apareció por todas partes, pero la mayor fama le llegó de boca a boca, todos hablaban del fenómeno de la percusión que tocaba en las Fritas de Marianao. El lugar tenía tan buena fama para divertirse como mala fama por el elemento que allí iba, porque según me decían mi madre y mi abuela: “ni te acerques a ese lugar que allí solo hay gente de la mala vida”. O también “mujeres de la vida”, que aunque sabía a qué se refería, nunca logré entender esa definición.

Mientras tanto, dos genios musicales como George Gershwin (que escribió “Obertura cubana” inspirado en él) y Tito Puente, fueron grandes admiradores de El Chori. Aquel hombre que gesticulaba exageradamente y era inventor de ritmos y armonías, brindaba todo un espectáculo en cada actuación y los timbales le eran insuficientes para reproducir los sonidos que tenía en su cabeza, por lo que acudió a sartenes, botellas y todo lo que encontrara y que le sonara atractivo.

Una vez Tito Puente apostó el reloj de El Chori contra todo el dinero que tenía. Tito debía reproducir lo que el Chori tocara, por turnos o juntos. Lo que oyó en los timbales de Chori le pareció irrepetible y cuando el santiaguero golpeó sus botellas y los otros aparatos, le pareció que estaba oyendo una orquesta. Tito calificó a El Chori como lo nunca visto, el mejor.

Federico García Lorca vivió en su visita a Cuba en 1930 días desbordados que le hicieron decir que si se perdía, que lo buscaran en Cuba o en Andalucía. Sus excursiones nocturnas eran en principio a un bar de los muelles llamado el Cursal, en el barrio de San Isidro, donde hasta dos décadas antes había reinado el chulo Yarini, en una zona de tolerancia y en un establecimiento lleno de marineros, prostitutas y proxenetas que bebían de pie en una larga barra, pero después descubrió lo que sería su sitio preferido: Las Fritas de Marianao, donde hizo un grupo selecto de amigos con el que compartió la música, en particular treseros y bongoseros entre los que destacaba El Chori.

El poeta y escritor norteamericano Langston Hughes descubrió gracias a Nicolas Guillén la maravilla de Las Fritas de Marianao y en especial a El Chori, el cual tenia un espectáculo que era una caricatura de un juzgado, donde el Chori era el juez y que al final sirvió de justificación para un estribillo, de la autoría de Manuel Corona,. que decía:

“Se acabó la choricera
Bongó camará.
Un chorizo sólo queda
Bongó camará.”

El multifacético Cab Calloway visitó La Habana en 1949 y quedó estupefacto por la música de el Chori.

El Chori, ese hombre que vestía de forma estrafalaria, con pañuelo rojo y una cruz al cuello, llegó de Santiago de Cuba y comenzó a tocar en 1927 en los cabarés de la Playa de Marianao, golpeando cualquier cosa: timbales, tambores, cencerros, botellas vacías o llenas de agua, sartenes y ollas mientras emitía gritos selváticos, no era un simple percusionista, sino un genio musical.

Silvano Schueg participó en películas como “Un extraño en la escalera” (con Arturo de Cordova y Silvia Pinal) y “La pandilla del Soborno” (“Noche en La Habana” con Erroll Flynn, otro de sus grandes admiradores) y fue autor de “La choricera” y “Hallaca de Maíz” y recibió varias ofertas de actuación en el extranjero, las que rechazó. Nunca grabó un disco y parece que a las disqueras no le interesó hacerlo, pero en los cortos espacios de los filmes mencionados, se ve como saca sonidos de cualquier elemento que estuviera a su alcance.

El Chori, un hombre sin instrucción y con pocos recursos, vivía en un solar de La Habana Vieja y comía diariamente en el restaurante La Zaragozana, probablemente el único lujo que se daba.

El Chori nunca salió de La Habana, se aferró a los bares de La Playa como si no hubiera otro lugar en el mundo y lo hizo desde los años veinte hasta los sesenta, cuando fueron clausurados los centros nocturnos musicales de La Playa. Se dice, sin precisarse, que murió en 1974, prácticamente olvidado, pero en algún momento se reconocerá lo que le debemos a aquel grupo de músicos populares que incursionaron en Las Fritas de Marianao, del cual El Chori era el Emperador, o sea, más que un Rey..

A el Chori no le hizo falta salir de aquellos barracones de la playa de Marianao para convertirse en una leyenda, un mito, un icono de la vida nocturna habanera.

Marlon Brando

Marlon Brando, el que muchos consideran el actor más grande que ha pasado por Hollywood (hay que recordar lo que dijo Al Pacino a su muerte: Todos hemos subido un escalón), fue un enamorado de la música cubana y la percusión. Asistió a las noches latinas del Salón Palladium, recibiendo clases de baile cubano. Semanalmente había un concurso de mambo en ese teatro, donde tocaban Tito Puente, Tito Rodriguez, Machito y otras orquestas cubanas.

Después de esa experiencia, abandonó los drums (batería) y se compró unos tambores. Leyó un artículo en el New York Times que decía que quien visite La Habana y no llegue hasta la Playa de Marianao a ver a El Chori, no ha ido verdaderamente a La Habana. Aprovechando su estancia en Miami en 1956, decide viajar a la capital cubana, hospedandose en el Hotel Packard en el Paseo del Prado, un hotel de lujo ahora, pero que entonces era bien modesto y donde se registra con otro nombre.

Pero los periodistas, siempre sagaces (ahora los llaman paparazzis) lo localizaron en el lobby del hotel, hecho que narra su acompañante, Guillermo Cabrera Infante, entonces periodista de la revista Carteles y especializado en cine el que lo lleva a comprar una tumbadora, la que considera una ganga y le pide que no lo retraten con ella si va a salir en una publicación norteamericana porque lo van a considerar una excentricidad, cuando en Cuba es algo normal.

Marlon incursionó en Pennsylvania, La Taberna de Pedro, Los Tres Hermanos, el Panchin, el Ranchito, el Pompilio y La Choricera. El Chori, celoso, permitió que subiera al escenario y se mostró sorprendido cuando Marlon dio una buena disertación con el tambor. Tres noches duró la estancia de Brando en La Habana, donde vivió intensamente la experiencia.

No le importaron los pisos de cemento, las paredes de tablas y los techos de planchas de zinc o guano, la esencia estaba en la verdadera música cubana que disfrutó.

G.Caín recogió sus palabras al despedirse: “A mí me gusta extraordinariamente La Habana de noche. La Habana es una ciudad muy limpia. Yo creo que, si no fuera tan limpia, tan cuidada, no se podría vivir en ella por el calor”. Igualmente dijo: “El mar de La Habana es extraño. Es igual que el cielo. Puedes ver las cosas que quieras imaginar”. Menos mal que eso ocurrió en 1956.

La apuesta de Marlon

Algunos afirman que Marlon Brando viajó a La Habana para comprarse un par de tambores o congas, pero lo real es que todo fue producto de una apuesta.

Estando en un cabaré de Miami se habló sobre la música cubana, la riqueza de sus ritmos y la importancia de la percusión dentro de ella, en particular las tumbadoras, los bongos, los timbales y otros elementos, llegando hasta la quijada de burro.

Marlon dijo que con gusto se iría ahora mismo para La Habana, a lo que uno de los que lo acompañaban apostó a que no se iba como estaba vestido, con pantalones de vaquero, tenis y camisa deportiva.

Y así mismo, vestido informalmente, se fue al aeropuerto y coincidió con Gary Cooper, que también viajaba a La Habana pero vestido de traje y corbata. Al llegar al aeropuerto de Rancho Boyeros los entrevistó un periodista de Radio Aeropuerto y mientras Cooper dijo que iba a visitar a su amigo el escritor Ernest Hemingway, Marlon aseguró que iba a comprarse un par de bongos o tumbadoras y a bailar la rumba.

Sin quererlo, hizo realidad un viejo sueño que siempre iba posponiendo y de paso ganó la apuesta.

Y una anécdota es la de la compra de los instrumentos de percusión, de lo cual se afirma que los conservó toda su vida.

Al cabaré Sans Souci adonde fue con el pelotero Sungo Carrera el bongosero no quiso venderle el suyo y otros que le ofrecieron no eran de calidad, pero en Tropicana el director de la orquesta, Armando Romeu le indico que fuera a ver a Armesto Murgada, el que lo llevó al lugar correcto, porque no quería comprarlo en una tienda de instrumentos musicales, sino de un músico. Esos eran precisamente los que buscaba y entregó un cheque en blanco, pero lo rechazaron porque habían sido un regalo del fallecido Chano Pozo. Esa noche Murgada acompañó a Marlon a presentarle a El Chori. Tras un recorrido por varios cabarés, llegaron a El Niche, donde entonces actuaba El Chori y le ofreció al dueño una fortuna por alquilar el sitio por el resto de la jornada ($5000) y ahí comenzó una descarga entre El Chori, Murgada y Marlon, que duró hasta el amanecer y que dejó a todos asombrados.

Al concluir, Brando se ofreció para llevar a El Chori hasta su casa en un Buick Roadmaster convertible rojo que le había regalado a Sungo (desde la Playa de Marianao hasta La Habana Vieja) un largo recorrido que el percusionista hacía a pie diariamente y sorpresivamente aceptó.

Marlon le ofreció a El Chori llevarlo a Hollywood y logró llevarlo hasta el aeropuerto, pero allí al anunciarse el vuelo a Miami le dijo que iba a tomarse un café y se fue para su casa en la calle Egido reafirmando su forma de pensar de que “Ni por aire, ni por agua voy a ningún lado”.

El ocaso

Las Fritas de Marianao fueron narradas por Jorge Mañach en una de sus Estampas de San Cristóbal (de La Habana) donde lo describe como un foco imprescindible de la vida nocturna habanera de la primera mitad del siglo XX.

Con una zona exclusiva para la alta sociedad junto al mar, la parte sur de la Quinta Avenida o Avenida del Golfo, mostraba todo lo contrario, una barrio marginal que estaba contenido por numerosos centros nocturnos y locales de comida rápida, posadas y prostíbulos. Pero lo principal es que eran centros de diversión espontánea, auténtica e intensa donde predominaban nuestros ritmos y por ello eran visitados por todo tipo de personas y por personalidades internacionales. No hacían falta los exagerados anuncios lumínicos ni que El Chori pintara con tiza por dondequiera su nombre, el lugar se hizo famoso porque era una verdadera meca de la música cubana.

 Tula Montenegro, la segunda atracción de Las Fritas de Marianao después de El Chori.

Como ha ocurrido con casi todo en Cuba, ya nada de eso existe, ya en la Revolución, el sitio se hizo famoso, esta vez negativamente, por haberse detectado que un exitoso vendedor, de los pocos que quedaban, empleaba carne de tiñosa. Eso solo se ve en Cuba. Del resto, la mayoría están deterioradas o convertidas en baños públicos o en locales de comida rápida sin calidad. Y si los más exclusivos clubes que se convirtieron en círculos sociales administrados por los sindicatos fueron desapareciendo y no tienen buenas condiciones y hasta la arena se ha perdido y solo se puede tomar cerveza aguada a granel, ron barato y pizzas incomibles ¿qué podía esperarse de Las Fritas de Marianao y sus centros de perdición?.

Por supuesto que el régimen dice que ese sitio era un antro de pecado, que al Pennsylvania no dejaban entrar a los negros porque era el de mayor categoria y por tanto no podian ver a Tula Montenegro que tenia mas curvas que las pelotas lanzadas por la muñeca de Don Larsen, el pitcher de los Yankees de New York.

Las Fritas de Marianao, al igual que el Coney Island y los clubes exclusivos de la Playa corrieron la misma suerte, la fatídica que trajo el socialismo, acabando con el encanto de ambas aceras.

Tula Montenegro arrasando

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