Lo que reviví o conocí en casa de Cuca: la vida de los guajiros
A pesar de haber nacido en Bejucal, el pueblo situado a escasos cinco kilómetros al sur de la capital habanera, nunca, ni siquiera tras haberme ido a vivir a La Habana a los tres años de edad, supe lo que era la vida en el campo ni pisé un bohío o anduve por un sembrado.
Ya un poco mayor, quizás con ocho o nueve años, mi primo mayor Pancho, me llevó con él a ver una novia que tenía en el Central El Pilar, cercano a Artemisa y allí, con mis pantalones blancos y mi guayaberita, supe lo que era pisar bostas de vaca y sentir la risa de los guajiritos que andaban descalzos y no la pisaban.
Fue en ese momento que supe de algunas cosas muy propias del campo, un mundo muy diferente a aquel en que vivía, pero por lo efímera de la situación, no las fijé mucho, y de algunas ni me di cuenta, pero el que no hubiera luz eléctrica, ni servicio sanitario, ni agua corriente, ya era una curiosidad para mí.
Las costumbres más curiosas que se repiten en cualquier hogar campesino en Cuba
Al igual que en todos los países del mundo, la forma de vivir en los campos cubanos es muy diferente a la vida citadina. Para muchas personas, el hecho de que exista menos progreso, es un indicador de que la calidad de vida es mejor, más natural. Otros pensarán que la vida en las zonas rurales es más desfavorecida y llena de carencias y necesidades y con muy poca diversión.
Hay de todo un poco, al menos en esos tiempos, por lo que voy a referirme a algunos de los hechos que difieren entre la vida de la ciudad y la de los campos cubanos.
El olor del café mañanero es lo primero que sentimos al despertarnos. No se concibe un amanecer sin tomar un café bien fuerte y caliente, el cual se invita a compartir a todo el que esté cerca, aunque sea desconocido.
Las puertas de los bohíos o cualquier tipo de vivienda campesinas, siempre están abiertas, no solo por un problema de ventilación, sino porque la seguridad no abarca esa práctica y la gente no tiene preocupación de ser asaltados, porque por término medio no tienen mucho y no se buscan enemigos, todo lo contrario.
El pedir prestado es una práctica normal y concurrente que siempre es correspondida como agradecimiento. Puede ser de un objeto con que no se cuenta, como un martillo, un cuchillo, un abridor u otro utensilio de cocina o de procesamiento de cualquier cosecha hasta un poco de azúcar, sal o alguna especia. Por eso si se hace un dulce de cualquier fruta, al vecino o persona que lo ayudó en algún momento, se le envía un poco.
Las relaciones con los vecinos son casi familiares, a veces no están muy cerca y si lo están, son partícipes, a través de los patios, de las más animadas conversaciones matutinas y unos a otros se invitan a pasar a la cocina a tomar café o a participar en la confección de la comida o a comentar sucesos cotidianos. Por eso con los vecinos se crean lazos de amistad tan fuertes o más que con familias que están lejanas y con ellos la convivencia es muy fuerte, pues están junto a uno en las “verdes” y en las “maduras”, es decir en los momentos buenos y en los malos.
La comida es indudablemente más sana. Las viandas y vegetales se sacan de la tierra en el momento en que van a ser consumidas, normalmente son cosechadas para consumo familiar y los animales se alimentan de productos naturales.
La limpieza, a pesar de que en algunos lugares tienen pisos de tierra, es impecable, se barre a menudo y uno de los mayores esfuerzos está encaminado a siempre contar con abundante agua potable. Para lavar la loza y los trastes de la cocina se emplea agua con limón.
Los campesinos se acuestan al caer la noche y se despiertan con el alba. No hay muchas formas para divertirse salvo la tradicional de hacer hijos y en caso de contar con luz eléctrica, probablemente exista una radio, juegos de mesa y algo para leer, no existiendo otra posibilidad por vivir en un lugar aislado y lejos de los centros de esparcimiento en los pueblos.
La radio existe como un medio importante de comunicación. No solo se sabe si viene un mal tiempo o un ciclón y por ella se conoce si una vecina o conocida parió, si alguien está enfermo, si en la tienda rural hay alguna oferta o llegó algún producto y muchas noticias importantes que no se conocen por otra vía de forma más rápida. Por ello donde no hay electricidad, todos tratan de tener un radio de baterías, porque además es un importante medio para entretenerse, no solo para oir noticias.
Por regla general el caballo es el medio de locomoción, algunos tienen una carreta y pocos un tractor, que aparte de medio de labores agrícolas, también sirve para transportarse, junto con algunos que tienen bicicletas y motocicletas, si el lugar donde vive cuenta con caminos por donde ellas pueden transitar.
El teléfono por término medio existe en los pueblos y en las tiendas que suministran de todo lo necesario a los campesinos y que puede estar a poca distancia o a varios kilómetros de su asentamiento. Estos lugares acostumbran no solo a permitir llamadas sino a recoger recados para los pobladores y avisarles de cualquier asunto urgente.
La hospitalidad del campesino es algo inherente a su forma de ser. Si alguien llega alrededor o durante la hora del almuerzo o la comida, nadie lo invita, es lo más natural del mundo que se sienten a la mesa junto con los de la casa porque no esperan otra cosa y mucho menos que den excusas para no comer. Los campesinos cubanos por lo regular son de buen apetito, adictos a la carne de puerco, la malanga, el plátano, los frijoles negros y el arroz, mientras que la manteca de puerco, se guardaba en latas de aceite de veinte litros junto con trozos de carne.
Los guateques son el tipo de fiesta más popular entre el campesinado y cada uno aporta lo que puede. Normalmente los guateques son celebraciones del fin de una cosecha, de la zafra y otras festividades, en la que participan familias, amigos y vecinos y donde predomina el baile, el canto y sobre todo la comida abundante. Allí aparecen los tan gustados improvisadores o repentistas que atacan y se defienden mutuamente de forma humorista con las llamadas controversias abordando cualquier tema. No pueden faltar el puerco asado, el arroz blanco con frijoles negros o el congrí, los tostones, la malanga y la yuca, el aguardiente, la cerveza y el ron y el cubanísimo saoco, una mezcla de aguardiente con agua de coco.
Uno de los principales entretenimientos de los guajiros han sido las peleas de gallos finos, que por lo general se celebraban los domingos en locales adecuados para ello llamados vallas. No importaba la distancia, siempre estaban llenas y en ellas se compartía con amigos, se tomaba aguardiente y se producían rencillas que se olvidaban al terminar los combates. Unos se iban con más dinero y otros con menos, pero esta cruel diversión a través de la historia de Cuba ha sido prohibida, legalizada y ya hace más de medio siglo que son ilegales, pero así y todo, clandestinamente se siguen efectuando.
Aparte de los guateques y las peleas de gallos, están los momentos en que se reúnen vecinos y amigos para hacer cuentos. Algunos se refieren a cuando un guajiro fue a La Habana y lo que allí le ocurrió, otros hablan de sus experiencias en el tren lechero en algún viaje al pueblo, lo ocurrido en alguna feria agropecuaria o ganadera y otras historias.
Los cuentos de guajiros
Onelio Jorge Cardoso y Samuel Feijoó destacaron por recopilar y escribir cuentos del campo cubano, los que resultan una fuente interminable de riqueza cultural, pero voy a referirme a unos pocos que me impactaron y no se me olvidan.
Así se hicieron famosos en todo el país cuentos como los de “la punzada del guajiro”, ese dolor agudo y penetrante en la cabeza cuando un campesino, no acostumbrado a tomar cosas frías, se toma muy rápido un helado, una cerveza o un batido o hasta agua fría con hielo; el cuento del guajiro que va al pueblo y toma por primera vez un refresco enfriado con una piedra de hielo, por lo que entretiene al comerciante pagándole con un billete de a un peso a cobrar cinco centavos, para el cual no tiene cambio y debe abandonar el puesto mientras el guajiro se lleva “la piedra de enfriar”, sin saber que se iba a derretir en el camino; el cuento del guajiro que se va a casar y un amigo le habla de lo que se usa en La Habana, los calzoncillos, una prenda que se pone debajo del pantalón, va a la capital, se la compra y el día de la boda no recuerda cómo ponérsela, llama a un amigo y este le responde: “la parte cagada para adentro”; el del guajiro Juan Candela que dijo haber matado a un majá de cuarenta varas de largo, ante lo cual otros dijeron que era demasiado, que tenía 38 varas, otro que medía 35 y así hasta llegar a decir que era de 30 varas, momento en que Juan sacó el machete y dijo: ¡al que le quite una vara más al majá, lo mato!.
Está el cuento de la Luz de Yara, una luz resultante de una india llamada Yara, que se abrazó al cacique Hatuey en el momento en que fue quemado por los españoles y que tiene miles de historias a lo largo de los siglos pero una simpática es que guió a Fulgencio Batista hacia la posta 6, donde no conocían del golpe de Estado que iba a dar el 10 de marzo de 1952, pero la Luz de Yara lo hizo invisible ante el centinela; las historias acerca de ese lagarto gigante llamado el Babujal, un espíritu maligno; el cuento del hombre que regresa por el monte a caballo bajo un gran aguacero y se encuentra un bebé tirado debajo de una ceiba, lo recoge y se pone a pensar qué le podría dar de comer pues el solo tenía galletas y el bebé le responde, sacando unos afilados colmillos: ¡ya yo tengo dientes para comer galletas!; en el viaje a el las cercanías del central El Pilar en Artemisa, cuando tenía ocho años, los niños del lugar me contaron que por las noches, entre las guardarrayas de caña, salía un hombre con la cara blanca, que si lo veía, corriera porque era el espíritu de uno que habían matado allí, y resulta que ya de noche, mientras caminaba con mi primo hasta el central para coger la guagua de regreso a Artemisa, se cruzó con nosotros un hombre vestido de negro al que solo se le veía la cara, resultó ser uno que atemorizaba a la gene para robarle las gallinas o los puercos; y así una interminable colección de historias orales cubanas muchas no escritas.
Al final estos cuentos de guajiros no pasan de moda por lo simpáticos, curiosos y representativos de nuestra mitología y son en definitiva, pura sabiduría y parte inseparable de nuestra cultura y nuestra idiosincrasia.
Pero lo más sorprendente son los cuentos de guajiros, donde predominan lo humorístico, lo fantástico y lo terrorífico, mitos y leyendas compitiendo a ver cuál es más exagerado. Pero por mucho que exageraron los guajiros con sus cuentos, los que ahora viven en Estados Unidos, en particular en Miami, han visto lo que nunca imaginaron por mucho que inflaron sus historias.
El Capitolio.
Una de las fuentes de historias más solicitadas eran las de los guajiros que habían viajado a la capital.
Los guajiros normalmente iban a La Habana en el tren lechero, el que más demoraba porque paraba dondequiera, pero era el más barato. Se bajaban en la Terminal Central y no había pérdida, de ahí salían directo a la calle Monte y por tanto frente al Parque de la Fraternidad, el Paseo del Prado y el Capitolio. La prueba máxima de que habían ido a La Habana era retratarse con uno de los tantos fotógrafos ambulantes, que con una tecnología antediluviana, de los más antiguos modelos de una Speed Graphic, hacían una foto y la imprimían en pocos minutos por un precio módico. Eso sí, al fondo tenía que salir el Capitolio y eso no daba lugar a dudas porque entonces ni se pensaba en que las fotos pudieran trucarse, aunque los fotógrafos más profesionales sí lo hacían, pero no los de los jardines del Capitolio.
El segundo paso era cruzar el Paseo del Prado y justo enfrente estaba la tienda “El Machetazo”, donde se compraba ropa por muy bajos precios. Los de más recursos daban su vuelta por algunas otras tiendas de Monte, comían algo en el Ten Cents o en alguna fonda o saboreaban fritas, pan con lechón u otras comidas callejeras; si podían se quedaban más de un día en algún hotel barato de la zona y hasta iban al teatro Shanghai para tener bastantes anécdotas que contar o hasta se atrevían a visitar el barrio de Colón y los que tenían más dinero se sentaban a tomar en los Aires Libres del Paseo del Prado . Pero la mayoría regresaba esa misma noche en el tren lechero y llevaban, aparte de la ropa y otros regalos para la familia, un arsenal de vivencias que compartir. Y por supuesto, la foto con el Capitolio de fondo era como un sello en el pasaporte: una constancia.
Normalmente en La Habana la gente se daba cuenta de quiénes venían del campo, por su forma de vestir y comportarse, algunos no soltaban el machete y el sombrero, pero realmente pocos hacían burla de ello, porque muchos habían emigrado desde sus provincias hacia la capital. Entonces la discriminación racial o de clases era feudo exclusivo de los ricos y no del pueblo.
Y para dar fé de ello pregúntese por qué entonces en todas las casas había una cafetera italiana pero se colaba al estilo campesino con una manga de tela.
Frases guajiras
La sencillez, jocosidad y naturalidad del guajiro es realzada por su falta de rudeza y de grosería, abundando la generosidad y la familiaridad, está a veces salpicada de una falsa inocencia oculta tras una picardía innata. Ello ha hecho que los guajiros hayan creado su propia manera de decir las cosas y de elaborar frases y dichos típicos, que son expresión de sus experiencias únicas y que han transmitido de una generación a otra, tales como:
Eso está al cantío de un gallo (son gallos de garganta muy poderosa porque su canto se escucha a muchas leguas de distancia)
La yagua que está pa’ uno no hay vaca que se la coma (lo que está dispuesto para uno por el destino, así será)
Cuando el maja sube al palo, el palo tiene jutia (muchas veces no conocemos el por qué actuamos de determinada manera, pero no nos equivocamos)
Estas como puerco pa’ 31 (estar listo o a punto para determinada situación)
La cabra siempre tira pa’l monte (aunque parezca lo contrario, la personalidad de alguien no cambia)
Chuparle el rabo a la jutía (tomar bebidas alcohólicas)
No hay que hacer carbón de todo árbol que caiga (no abusar del que está en desgracia porque uno puede ser el próximo en verse en similar situación)
El que nace pa’ maceta no sale del pasillo (no pretender llegar a algo para lo que no se tiene la capacidad)
Al que nace pa’ tamal del cielo le caen las hojas (el que tienen habilidades para algo, triunfará en ello)
El que tiene amigos tiene un Central (la amistad se convierte en algo útil para resolver problemas y mejorar la vida, se refiere al papel preponderante de los centrales azucareros en la economía cubana)
Y muchísimos más, que han pasado a formar parte de nuestro arsenal lingüístico y se han convertido en frases comunes para muchas situaciones, no solo las propias del ámbito rural, porque son perfectamente aplicables a cualquier medio.
Mis experiencias campestres
En realidad mis experiencias campestres no han sido muchas, la que ya narré del caserío en las colonias cañeras del central El Pilar, y otras pocas como la visita a casa de un compañero de estudios a donde fui a buscar una pierna de puerco, como si se tratara de un contrabando por las regulaciones absurdas existentes en Cuba entonces.
El viaje a Horquita, en Cienfuegos, y mi travesía hasta el bohío donde vivían los padres de mi amigo, en plena Ciénaga de Zapata, está narrado en uno de mis posts. Allí detallo el trabajo para llegar a Horquitas, un viaje desde La Habana hasta Aguada de Pasajeros, de allí una guagua local hasta Yaguaramas, tras lo cual un accidentado viaje en lo que encontráramos y una buena parte a pie hasta Horquitas, y luego un viaje por plena Ciénaga hasta pasar Babiney, el último poblado, distante unos cinco kilómetros de nuestro destino. Pero valió la pena, llegamos con el alba y el saludo fue con un riquísimo café carretero y unas masa de puerco frito con tostones. Se sacrificó el animal que nos íbamos a llevar y el almuerzo fue bistés de puerco con yuca y malanga adobados con ajo y naranja agria todo recién cosechado al momento, junto con congrí y aguardiente fue una comida que cuarenta y cinco años después, no olvido.
Tras cargar las piernas de puerco, afortunadamente pudimos irnos montados en yegua hasta Yaguaramas y el regreso a Aguada, siempre escondidos con nuestros maletines llenos de carne, escondidos de la policía, cuyo susto nos hizo despertarnos del efluvio de las cuatro botellas de aguardiente consumidas. Pero probablemente ese haya sido mi primer encuentro real con la vida del campesino, una vida de trabajo, donde hay que ser autosuficiente en casi todo y no se puede desperdiciar nada, cosa que no valoramos los que vivimos en las ciudades.
Otro impacto fue un viaje desde Guantánamo hasta Baracoa a comernos un puerco en una finca intrincada cerca de la desembocadura del río Miel. Allí también constaté que el estilo de vida es muy diferente al que estamos acostumbrados y que la gente, que no todos los días tiene encuentro con vecinos, familiares y amigos, ven el evento como algo muy deseado y dan muestra de su afamada cordialidad y hospitalidad. Pero donde de verdad vine a conocer eso fue en casa de Cuca en Arriete.
Arriete y la casa de Cuca
Toda esta retórica está relacionada con uno de esos encuentros de cubanos de las dos orillas después de muchos años sin verse.
Arriete-Ciego Montero es un poblado del municipio de Palmira, en la provincia de Cienfuegos, famoso por sus baños y aguas medicinales ligada a las fuentes del río Anaya.
Ya en los años noventa del siglo pasado el nombre de Ciego Montero, se hizo famoso porque se creó una asociación entre la empresa cubana Los Portales y Nestlé, para producir agua mineral embotellada, gaseosas de diversos sabores, la más famosa de ellas la TuKola.
Pero mi asociación con ese lugar viene de mucho atrás, desde antes de la revolución, cuando mi esposa Finita y su familia se mudaron al naciente reparto Fontanar y a tres casas de distancia vivían las que serían, hasta el día de hoy, sus amigas, Ania y Magda.
El distanciamiento que creó la revolución entre los que permanecimos en la Isla y los que se fueron, hizo que durante muchos años no se supiera nada de una y de otra y cuando hubo una pequeña apertura, comenzó el flujo de cartas, hasta que un día se apareció en la puerta de la casa de Fontanar, Magda.
Pasó con nosotros unos días antes de irse a ver a su hermana que vivía en Arriete y a partir de ese momento me puse a investigar el origen del lugar, una historia similar a la de otros balnearios medicinales como fue el caso de San Diego de los Baños en Pinar del Río.
Se cuenta que un esclavo que tenía grandes llagas en la piel, fue liberado por su amo para que no infectara a otros con su enfermedad, que se suponía era lepra. El esclavo deambuló por los montes hasta que decidió tirarse a morir cerca de unos pantanos, que vio que eran de agua caliente, con lo que esperaba irse más rápidamente de este mundo. Pero todo lo contrario, fue curándose de su afección, lo que se supo tiempo después, por lo que al sitio se le atribuyeron propiedades mágicas, pero lo real era que allí existían un manantial de aguas mineromedicinales, ideales para la cura de diversas enfermedades.
El hecho trascendió el ámbito local y se construyó un balneario donde se daba tratamiento médico como complemento al uso de las aguas termales en dos grandes piscinas de agua caliente y otra fría, pocetas individuales y el baño en un lugar llamado “el chorrito” con temperaturas de 42 grados Centígrados, 108 grados Fahrenheit, y donde las aguas contaban con la mayor concentración de minerales.
Después de la visita de Magda, quedamos como una especie de intermediarios para llevarle a Cuca, su hermana, dinero o lo que mandara desde Miami, lo que hicimos con mucho gusto, pero que realmente representaba un verdadero sacrificio para nosotros. Eran los peores momentos del período especial, donde ya el transporte era crítico y prácticamente la única vía para llegar a Arriete era el ferrocarril.
El viaje lo hacíamos en el itinerario de la Línea Sur en su trayecto con viejos vagones y lentas locomotoras Habana-Güines-Aguada-Palmira-Cienfuegos, con una parada intermedia en el paradero de Baños, el Balneario de Ciego Montero, el lugar más cercana a la casa de Cuca.
Salíamos por la mañana bien temprano y tomábamos el tren en el crucero de Fontanar, por suerte cercano a la casa y de allí, a veces sin asientos, un largo viaje para el que había que ir pertrechado con comida y agua y con un filtro en las fosas nasales que nos permitiera entrar al apestoso baño del vagón. Las paradas eran las propias de un tren lechero, pero sin leche, y no nos atrevíamos a bajarnos, porque era imprevisible el momento en que el tren continuara viaje.
Después de una larga travesía de más de doce horas, a veces hasta quince que duró el viaje en una ocasión, en plena noche nos bajábamos en Ciego Montero, en los Baños, donde Mino, el esposo de Cuca, nos esperaba con un farol carretero para seguir, por encima de la línea ferroviaria, el camino más seguro de noche, hasta acercarnos hasta su casa.
Dos personas de más de setenta años, poco podían hacer para mantener en condiciones una casa de campo, hecha de madera y con más, o probablemente mucho más, de cien años de construida, por lo que había goteras y guayabitos y alacranes andaban como Pedro por su casa.
Volvimos a acostumbrarnos a vivir sin electricidad, sin agua corriente, a dormir con mosquitero y a bañarnos con un cubo. El agua que se empleaba para todo era de un pozo en el que se veían nadar los renacuajos y todo se resolvía con abundantes cantidades de jugo de limón y los limones flotando en esa agua.
Allí fue donde de verdad conocí que la vida del campesino es una vida de trabajo sin tregua, una verdadera lucha incesante por la supervivencia. Y la comida, a veces sencilla, me supo más rica que ninguna. Probablemente allí hemos comido el mejor guiso de maíz o el mejor tamal en cazuela, la mejor yuca con mojo y los más deliciosos tostones.
De paso más de una vez aprovechamos para bañarnos en un lugar muy cercano al río y al balneario, conocido como “el guapo” o algo asi, donde en un descampado, pusieron una tubería que ininterrumpidamente echaba agua sulfurosa casi a punto de ebullición.
Magda ya no está entre nosotros y de Cuca no hemos sabido más por habernos ido de Cuba, pero sin duda, lo que había conocido de la vida de los guajiros cubanos, lo reviví y lo que me faltaba lo conocí en su casa, en Arriete. Lo único que nos faltó, porque no coincidimos con el momento adecuado, fue participar en un guateque.
El Guajiro
Se repite, como se repite el padrenuestro o las consignas políticas, sin comprobar su veracidad, que fueron las tropas norteamericanas participantes en la guerra contra España, las que llamaron a las tropas mambisas, compuestas principalmente por campesinos, como War Heroes o Héroes de Guerra, pero nada más lejos de la verdad. El cuento del origen del “Warheroe=guajiro” está muy gastado.
El vocablo “guajiro” existía desde más de veinte años antes de la guerra de Independencia, al ser recogido en el Diccionario Provincial casi razonado de Voces y Frases Cubanas de Esteban Pichardo, publicado en 1836.
Se argumenta que guajiro es una palabra proveniente el yucateco, donde significa “señor” y que entre los nativos habitantes de Cuba, los taínos, tenían diferentes palabras para designar la dignidad de las personas, como eran “matunheri”, que equivalía a alteza; “baharí”, equivalente a señoría, y “guaxerí”, algo así como vuestra merced.
En su “Historia de las Indias”, Fray Bartolomé de Las Casas expresa que “guaxerí” significa “señor” y la procedencia arahuaca de esa palabra. “Guajiro”, por tanto, vendría a ser lo mismo que compatriota, equivalente a la palabra inglesa milord y a la española monseñor, o la francesa monsieur, un tratamiento respetuoso y familiar en el idioma de los taínos, y no tiene nada que ver con la nación de los goajiros, la península de La Guajira entre Venezuela y Colombia, cuyo nombre proviene de los indios caribes que fueron esclavizados en esa zona.
Y también antes, en 1956, Juan Cristóbal Nápoles y Fajardo, “El Cucalambé”, publicaba “Rumores del Hórmigo”, donde aparece este famoso poema que todos recordamos de la escuelas:
Por la orilla floreciente
que baña el río de Yara,
donde dulce, fresca y clara
se desliza la corriente.
Donde nace el sol ardiente
de nuestra abrasada zona
y un cielo hermoso corona
la selva, el monte y el prado iba un guajiro montado
sobre una yegua trotona.
Y dieciséis años antes, Doña María de las Mercedes Santa Cruz, La Condesa de Merlí, escribía en sus “Cartas desde La Habana”, donde en una de ellas describe al “Guajiro cubano” como y un producto especial de España y de la vida en el campo.
Para los cubanos el guajiro es sinónimo de campesino, los que viven en el campo y se dedican a la agricultura y la ganadería, que viste y actúa con las costumbres de las zonas rurales. No necesariamente como en otros tiempos, tiene que tener casaca, espuelas, zapatos toscos y aquellos que todavía mantienen el machete al cinto es por necesidades del trabajo. Eso sí, lo que no se ha perdido es el uso del sombrero de yarey o guano, imprescindible para defenderse de los intensos rayos solares en la Isla.
¿Quién ha visto por ahí mi sombrero de yarey?, reza una popular canción, enfatizando al distintivo por excelencia del guajiro cubano.
Mucho se ha hablado de los criterios opuestos entre el campo y la ciudad, donde se demoniza al segundo y se idealiza al primero, cuando ambos tienen tanto de bueno como de malo y al final son el verdadero rostro de Cuba, del cual no se puede separar la cultura campesina.
Y ello no es solo en Cuba, recuerdo una canción mexicana que me impactó desde la primera vez que la escuché cantada por una amiga, la que me hizo su historia. Se trata de la titulada “Jacinto Cenobio” que retrata las desventuras de un campesino mexicano, muy parecido a las de los guajiros cubanos, y dice así:
“Y en la capital
Lo hallé en un mercado
Con su mecapal
Descargando un carro
Le dije: ‘padrino, le andaba buscando’
Se echó un trago’e vino
Y se quedó pensando.
Me dijo: ‘un favor vo’a pedirle ahija’o
Que a naiden le cuente que me ha encontra’o
Que yo ya no quero volver pa’lla
Al fin ya no tengo ni’onde llegar
Murió su madrina la Trenidá
Los hijos crecieron ¿y adónde están?
Perdí la cosecha, quemé el jacal
Sin lo que más quero nada es igual…’
Cobija y sombrero serán mi hogar
Por eso mi ahija’o regrese en paz
Y a naiden le cuente que estoy acá’.
Quedamos de acuerdo,
Lo dejé tomando,
Yo encendí un recuerdo
Y me lo fui fumando.
Me pareció verlo en su verde monte
Sonriéndole al viento y al horizonte
Haciendo una mueca pa’ ver pasar
La mancha de garzas rumbo al palmar.
Jacinto Cenobio, Jacinto Adán
Si en tu paraíso solo había paz
Yo no sé qué culpa quieres pagar
Aquí en el infierno de la ciudad”.
Una estampa de lo difícil que resulta que un guajiro se acostumbre a la ciudad y si lo hace es porque ya no le interesaba nada en la vida, como a Jacinto Cenobio, al que no le quedaba nada que lo motivara a seguir viviendo.
Todo esto nos recuerda que la vida que vivimos, sobre todo en las ciudades, es completamente superflua, muchas veces vana y me hace volver a recordar la aseveración de Coco Chanel de que las mejores cosas de la vida son gratis y las segundas mejores cosas son las más caras, pero sin estas últimas se puede vivir una vida plena. Y si no es así, vaya una noche a lo más recóndito del campo cubano y acuéstese a contemplar las estrellas con la gente que usted quiere. Por ningún precio va a disfrutar de algo igual como esa mezcla del silencio acompañando por lo mejor que hay en su vida y la belleza del infinito.
Quizás por eso, por muy lejos que nos vayamos, siempre vamos a estar soñando con encontrar el camino de regreso y regresar, algo imposible, algo que resolvemos, o al menos aliviamos, repasando los buenos recuerdos frecuentemente, que es lo que nos permite sobrevivir en la vejez, se encuentran mis encuentros con los guajiros.
Y la frase de “la punzada del guajiro”, el congelamiento cerebral resultando de consumir muy rápido una bebida o comida congelada, por ejemplo un helado, estimula los vasos sanguíneos del palatino, la parte superior de la boca y manda impulsos nerviosos al cerebro a través del nervio trigémino, provocando esa sensación de dolor punzante, no es exclusiva de los guajiros y a casi todos nos ha pasado. Y ya que hablamos del trigémino, volvamos a la canción de Matamoros, que no tiene nada que ver con los guajiros, pero sí con el trigémino, su famosa “El paralítico”:
“Veinte años en mi término
Me encontraba paralítico
Y me dijo un hombre místico
Que me revisara el trigémino…”
Los guajiros, sobre los que se hacen muchos chistes y a los que le echan muchas culpas, están dentro de lo más noble y auténtico de la nación cubana.
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