Las golosinas de los cubanos y la revolución
Buscando una palabra que me resultaba extraña y ajena, encuentro de pasada en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española el vocablo “chuchería”, el cual se define en el mataburros por excelencia como “producto comestible menudo que los niños consumen como golosina”. Y yendo a golosina, veo que significa “producto comestible, generalmente dulce y de pequeño tamaño, que se suele picar a cualquier hora por su sabor agradable y no por su alimento”.
Entonces pues, las golosinas y por ende las chucherías se asocian, en este mundo moderno con el situarnos al borde de la perdición, por las estupideces sin fin que nos rigen, y que abarcan el ser afectados por su causa, por la casi totalidad de las enfermedades, desde la obesidad hasta la diabetes y yo, que las disfruté sin medida cuando niño y adolescente, ahora casi tengo que esconderme para darle un pedacito de chocolate a mi nieto. Por supuesto que no se preocupan de que casi que todos los productos alimenticios contemporáneos, libres de la dañina manteca y carne de puerco, ahora son cualquier cosa menos naturales, y están llenos de pesticidas, preservantes y hormonas y hasta los cacareados “orgánicos’, cuyo único fin es cobrarte más por lo mismo están basados en un falso origen natural.
Pero las golosinas le gustan a todos, y de ahí me vienen a la mente millones de opciones que quedaron grabadas para siempre en nuestros sentidos, sobre todo los que tuvimos la dicha de conocer, con sus luces y sombras, la Cuba republicana, que no era perfecta pero se acercó a lo que siempre soñamos, como dijo el poeta.
Sin duda recordamos lo que se le llamaba “chucheria: los caramelos, chambelonas, rompequijadas, africanas, chicles, bombones, peters de chocolate, galleticas dulces, refrescos, helados, dulces de harina de repostería y hasta los modestos granizados y durofríos. Y los más viejos no olvidamos la caficola y sus sabores de cola, hierro, anís y menta, la que tristemente sucumbió ante los refrescos gaseados embotellados, que no eran mejores que su oferta.
Si por algo nos gustaba que nos mandaran a buscar algo a las bodegas o a las panaderías y hasta a los puestos de viandas y frutas de los chinos de los años 50 del siglo pasado era para llenarnos los ojos y si era posible comprar y consumir chucherías y refrescos, o aprovechar algo que estaba dentro de la adquisición, que era la opción de “la contra”, una palabra mágica que ahora en los comercios se ha modificado en cierta medida por “buy one get one free” u otras ofertas similares, es decir compra uno y llévate otro gratis, pero antes no existían esos mecanismos y la contra era un gancho o agradecimiento por la transacción realizada.
“La contra” sustituía también al vuelto en centavos o simplemente era una recompensa que el bodeguero entregaba al adquirir varios productos y normalmente consistía en azúcar, sal y otros productos baratos. Si era en un almacén de chinos, como El Asia de la Calzada del Cerro, los que competían desesperadamente con los bodegueros, principalmente españoles y cubanos, entonces la contra era más generosa. No les parecía suficiente el vender el arroz a medio centavo más barato que el resto y por ello aumentaban la parada ofreciendo jugosas “contras” que podrían llegar a ser paquetes de café o latas de aceite.
Y si la compra la había hecho un niño entonces la contra consistía en golosinas que se guardaban en unos pomos de cristal de boca ancha sobre el mostrador. Pero estaban las que no solo podían ser objeto de premio como “contra” sino las que deseábamos comprar y para lo cual soñábamos con disponer de un par de centavos al menos para consumir, y si era un medio, de aquellas monedas americanas de cinco centavos que tenían a un indio o una de moneda nacional con su estrella, entonces éramos afortunados.
Ahí estaba el acceso a los kisses de Hershey, las pastillas de café con leche o de chocolate, el mojón de blanco o el mojón de negro, el boniatillo, el merenguito, el coquito acaramelado,el queque, el masarreal, la tortica de morón, la pulpa de tamarindo, la cremita de leche, las barras de maní garapiñado, las tabletas de ajonjolí, las melcochas, el pirulí, el rompequijadas ese caramelo amelcochado que se pegaba a las encías, los salvavidas, las botellitas de licor y de chocolate, los tabaquitos de chocolate, las violetas, las gomitas de naranja simulando hollejos, varios tipos de galletas dulces o saladas entre las que estaba mi preferida la galleta Colón, o el Queque con ese sabor a canela y anís que lo hacía compañero inseparable de un café con leche, y una infinidad de ofertas tal que la memoria no puede abarcar. No nos olvidamos de los grandes pomos de cristal de boca ancha donde estaban muchas de estas golosinas.
Y estaban al alcance de todos los bolsillos las galleticas Royalitas y Siré, las Galletas Gilda, que sobresalían por su tamaño y unos pequeños granos de sal que las hacían especiales y exquisitas; “La Única” tenía muchos clientes y ofertaba latas que contenían trescientas galletas, al igual que otras galleterías. Recuerdo que cuando se compraba una lata de esas, que era enseguida que se terminaba una, me sentaba a desayunar café con leche y ponía la lata en el piso y seguramente habré implantado récords comiendo galletas. Y la variedad de galletas dulces, simples o rellenas con infinitas cremas, era inmensa. Y una combinación sencilla y barata, muy apetecible era las galletas de sal con queso crema y guayaba.
Y esto solo por citar los más baratos y socorridos, porque ya comprar un “Peter’s” ya no con esa marca, sino de Hershey o Nestlé, era harina de otro costal porque no eran baratos. Pero siempre estaban al alcance de todos los bolsillos los kisses, algunos chocolates pequeños de diversas marcas y sobre todo las famosas tabletas de chocolate de La Estrella, destinadas a consumirse como chocolate caliente, pero que a todos nos gustaba como venía, y casi siempre estaban disponibles los chocolates en polvo, de diferentes marcas y tamaños, de los cuales siempre iban a la cabeza Kresto, Milo y Fénix Malteado Vitaminado, deliciosos fríos o calientes y sobre todo baratos. Y a todos nos gustaba robarnos una cucharada de aquellos polvos a escondidas.
Seguramente cuando le hablan de Kresto a alguien de mi generación le viene a la mente el anuncio publicitario de la televisión en la que un ternero le decía a la vaca: -Mami, yo quiero leche con Kresto. – Y la vaca le contestaba: – ¡Enseguida mi vida!, mientras se tomaba unas cucharadas de Kresto y la ternerita iba a mamar de la teta de la vaca.
Y es que los chocolates eran y son y seguirán siendo los reyes de las golosinas. Una vez en una conversación alguien sacó a colación, como una cosa extremadamente rara, una persona a la que no le gustaba el chocolate. Se puede decir que esa es una excepción extrema, porque el gusto por el chocolate es una de las cosas más universales que existe. Y estaba el dulce más tonto, pero que todos ansiábamos: el algodón de azúcar, infaltable en ferias, el zoológico, el Coney Island de la playa de Marianao, a la entrada de los circos u otros espectáculos a donde asistieran niños y otros lugares concurridos. Y no olvidemos los heladeros callejeros con sus carritos y su música o campanilla, ya fueran de Guarina, Hatuey, El Gallito o San Bernardo, lo mismo en barquillos, paletas o bocaditos, o el menos accesible por su precio, el coco glacé o la piña glacé.
Pero ninguna golosina, absolutamente ninguna, le podía ganar en masividad al pan con timba.
Pan con timba.
Era algo más que una golosina, era la más recurrida y popular: el dulce de guayaba. Saquemos la cuenta de que una barra de guayaba grande envuelta en una cajita de madera rectangular mucho más larga que ancha y alta, con la que después podíamos construir juguetes, desde una rastra hasta un avión, un barco o una casa, valía catorce centavos. Una variante un poco más elegante, con jalea o membrillo en el centro, solo costaba unos centavos más.
“El peor puerco es el que se lleva la mejor guayaba” o “vas a coger cajita de dulce de guayaba” eran dichos que ya están en desuso, pero la guayaba persiste y persistirá sin duda alguna.
Y sin duda el pan con guayaba era un plato fuerte para muchos trabajadores, sobre todo en la construcción, que con un pan con timba y una Materva o una Royal Crown Cola, los refrescos de mayor contenido, resolvían un almuerzo a un precio casi despreciable. Y para los estudiantes, era algo socorrido que las madres preparaban y metian en un cartuchito o papel kraft y se doblaba de forma tal que el cinto se convertían en soporte de la merienda que sobresalía y que era una muestra de que llevabas merienda.
El pan con timba a veces venía premiado con una lasca de queso blanco o un poco de queso crema y ya era muestra de una posición económica mejorada. Y también se consumía con galletas de sal o de soda como algo que gustaba a todos.
Y de su origen, aunque ya se ha tratado, vale la pena rememorar que data de cuando los ingleses construyeron el primer ferrocarril de la Isla y de todo el imperio español en su tramo Habana-Bejucal y el almuerzo de los obreros era básicamente pan con dulce de guayaba y café. Los ingleses compararon el color de la guayaba con el de los travesaños de madera curados con petróleo sobre el cual iba situada la línea del ferrocarril, así que la llamaron “timber” en alusión a la madera y se cubanizó como “timba”.
Pero no crean, Dagoberto un amigo que aprendió todos los oficios imaginables en la esfera de la construcción y que laboró en la construcción del hotel Habana Hilton, me contaba que la más socorrida forma de almorzar de los obreros era un pan con guayaba y una Materva. Desde los 1830 hasta finales de 1950 el pan con timba no perdió su vigencia. 120 años alimentando a los menos favorecidos como sustento básico y a todos como golosina muy apreciada.
Y después vino la moda de los “discos voladores” y a pesar de que los había de jamón queso y otros rellenos, el de guayaba siguió liderando esa moda.
Y por si fuera poco, también se denominó “La Timba” a un género cubano de música popular bailable con raíces en el son montuno e influencias del jazz afrocubano y otros géneros y con una riqueza de contrastes rítmicos notable que tuvieron sus primeras expresiones en las fusiones de la banda Irakere en los años setenta. A algunos nos parece en ocasiones exagerada pero sin duda es una evolución de la música popular cubana, aunque me hubiera gustado más que se mantuviera en la llamada “salsa” que se parece más a lo que conocemos como música cubana.
Por supuesto que faltaron los famosísimos chiclets, utilísimos para la bobería porque no creo que sirvan para más nada, pero para los jóvenes eran objeto de culto para imitar a los personajes del cine o la televisión que se dedicaban a perder el tiempo en mascarlos o para hacer una maldad digna de un anormal: pegarlos en los asientos de los cines o la guagua. Por algo no valían nada y existía la frase: “no me busqué ni para el chicle” o “no tengo plata ni para el chicle”, porque valían muy poco.
Algunos seudocientíficos dicen que masticar chicle es favorable para activar las funciones cerebrales, cuando la realidad es que tiene muchas consecuencias negativas, entre ellas desgastar las articulaciones de la boca en particular las mandíbulas, deformar los dientes, atacar el esmalte de la dentadura y provocar síntomas gastrointestinales.
Las dulcerías
Pero estaban otras opciones que eran las dulcerías, donde se complicaba más el asunto porque eran baratas y apetitosas. Ahí estaban presentes infinitas opciones, y solo voy a referirme a un establecimiento en particular, la Flor del Cerro en la Calzada del Cerro y Palatino, cuya variedad era tal que se hacía difícil escoger. La gente le pedía al dependiente, que iba ubicando el pedido en una caja con la cual se llevaba lo solicitado, dos de este, dos de aquel, tantos de tal otro.
Y en la cajita iba una colección de dulces a cual más apetitoso, como eran los infaltables pasteles de guayaba, de coco y de carne (el pastel típico cubano es rectangular, triangular, cuadrado o redondo y hecho a base de hojaldre), los pasteles de carne, los Montecristo o Eclair, torticas de Morón, Masarreales, Marquesitas, , Señoritas, Capuchinos, Cabezotes,el Brazo Gitano, panqués, panetelas de diversos tipos, boniatillos secos, yemitas de huevo simples o acarameladas, coquitos acaramelados, pudín de pan, Cuernitos rellenos con crema pastelera, coquitos prietos, coquitos amelcochados, tartaletas de guayaba, piña o coco, marquesitas, melitones, Pies de guayaba, coco o mango, el exquisito Pan de frutas, coffee cake, el pan de gloria, las panetelas, y otros que se han ido de la memoria.
Y no pueden quedarse fuera de esta lista los cakes, de distintos tamaños, precios y decoraciones, adecuados para celebraciones como cumpleaños o cualquier otra, con temas específicos como eran Popeye, figuras de vaqueros e indios, Mickey Mouse, el pato Donald, Tribilín o Pluto y otros personajes infantiles o alegóricos a lo que se celebrara.
En algunos paises le llaman torta, pastel, bizcocho o bollo a lo que los cubanos hemos americanizado y conocemos como “Cake”, debido a la transculturación e influencia americana o a lo mejor porque cuando se dice “bollo” en Cuba nos estamos refiriendo a las partes íntimas del sexo de las mujeres y los pasteles ya sabemos lo que es, un hojaldrado símbolo de los dulces cubanos. Los “Cakes” estaban disponibles de todos los tipos y sabores imaginables: de chocolate, de vainilla, de nata, de frutas diversas, de capuchino y con infinitas decoraciones. Existían dulcerías de mucho renombre, sobre todo especializadas en cakes como Super Cake S.A., la Ward o La Gran Vía, la oferta de cakes no solo era de muy alta calidad sino que también podía ser muy exclusiva. Y sin olvidarme de Los Pinos Nuevos de Bejucal que de una simple panadería de pueblo pasó a ser conocido en toda Cuba y ahora hasta en Miami.
Casi todas las panaderías hacían también panes de gloria, pero donde se viera el cartel de “Panadería y Dulcería”, por fuerza había que entrar allí.
Y como para el final se deja lo mejor, en las dulcerías nunca faltaba el dulce más miserable y barato de todos pero que no por ello dejaba de ser exquisito: el Matahambre, resultante de la mezcla de todos los recortes del resto de los dulces. Nunca repetía su sabor, pero siempre era delicioso. Y además era bien grande para nuestros huérfanos bolsillos y nuestro apetito insaciable.
Los dulces en los cumpleaños
En los cumpleaños cubanos no podían faltar los dulces y el cake, pero tampoco las piñatas. Mientras que en otros países, como en México le entran a golpes con un palo a las piñatas los niños vendados, mientras cantan:
“Ya se va el burro Ponciano,
con su bastón en la mano,
para darle a la piñata,
sin tenerle compasión.
Dále, dále, dále,
no pierdas el tino,
porque si lo pierdes,
pierdes el camino.
No quiero oro, ni quiero plata,
yo lo que quiero es romper la piñata.
No quiero oro ni quiero plata,
yo lo que quiero es romper la piñata.
Dále, dále, dále,
dále y no le dió,
quítenle la venda,
porque sigo yo.”
En cambio en Cuba se acostumbra halar de una cuerda cada uno de los niños hasta que se desfondara y las piñatas, hechas de cartón y papeles de colores, estaban llenas de caramelos y juguetes pequeños de las que todos, hasta los mayores, se agachaban a agarrar desesperadamente lo que fuera, tras haberle roto la base todos los participantes simultáneamente o a la mexicana, que ya sabemos que es a palos uno a uno hasta romperla.
Se dice que las piñatas tienen su origen en China, como tantas cosas en la historia de la humanidad, y se dice que Marco Polo en sus viajes observó cómo se rompía la figura de un büey lleno de semillas para celebrar el Año Nuevo Chino o Año Nuevo Lunar o Fiesta de la Primavera, como se conoce indistintamente. Marco Polo llevó la costumbre a Italia, donde fue adecuada para celebrar la cuaresma y de ahí se llevó a España y al Nuevo Mundo. Las piñatas mexicanas tienen intrínseco un significado religioso: las de siete picos representan los siete pecados capitales y destruirlas implica el destruir el mal y el triunfo del bien, mientras que la de cinco picos es el símbolo de la estrella que guió a los Reyes Magos hasta el pesebre donde nació Jesucristo. El relleno de la piñata, las golosinas, son la recompensa por haber vencido al mal. Por eso en México se acostumbra a cantar mientras los niños tratan de romperla.
En Cuba la piñata no tiene esa connotación religiosa y con el tiempo se ha ido sustituyendo la imagen tradicional por la de los héroes infantiles del momento. En épocas difíciles, como las que me tocaron para celebrar los cumpleaños de mis hijos, yo mismo les hacía las piñatas con motivos que iban desde un avión hasta un barco o un carro y a veces las hice tan fuertes que aquello no se rompía de forma alguna.
Ya después de la revolución, con las escaseces propias del comunismo, que son consustanciales a ese sistema, todo cambió, y los cumpleaños no tenían forma de quedar apartados de ello. Los cakes fueron perdiendo calidad y también en cantidad, y hasta fueron racionados por la libreta de abastecimiento. Las golosinas de antes fueron sustituidas por ensaladas frías de coditos y mayonesa (a pulso y normalmente sin ningún componente cárnico) acompañadas de croquetas que se distinguían por pegarse al cielo de la boca y unos panecillos con algo parecido a la pasta de bocaditos, pero poco generosos en queso y jamón u otro embutido, acompañados de un líquido al que se le bautizó como “guachipupa” o “líquido de frenos”, con un sabor indescifrable, en sustitución de los refrescos gaseados. Con eso tuvieron que conformarse los niños cubanos y sus padres para celebrar los cumpleaños, y con el tiempo se hicieron costumbre y se vieron como lo normal para cualquier tipo de fiestas.
Los reyes: los dulces caseros
No lo he dejado fuera por casualidad, sino por una razón práctica, como dice la canción de Vanessa Williams, “Save the best for last”, o sea, guarda lo mejor para lo último.
Los dulces caseros para mi son infinitamente mejores que las golosinas, ya sean artesanales o industriales. Nada se puede comparar a unas torrejas (tipo cubanas pero con el toque de mi abuela andaluza que les echaba un generoso chorro de vino tinto y si era Jerez sabía mucho mejor y estaban hechas con gruesas lonjas de pan llamado en Cuba “de flauta”, de corteza dura, bien esponjosas y fritas en aceite de oliva y que después nadaban en un almíbar de leche y huevos con canela y vainilla), unos deliciosos buñuelos de yuca y malanga con almíbar de anís, los apetecidos casquitos de guayaba con queso crema, la sencilla pero imbatible mermelada de guayaba que llenaba de olores atrayentes la casa cuando se cocinaba, o el coco rallado en almíbar con queso o el dulce de fruta bomba, los cascos de toronja, las natillas de vainilla o de chocolate, las gelatinas, el arroz con leche, el dulce de leche cortada (simplemente la leche cortada se cocina con ralladura de limón y azúcar quedando como grumos), el fanguito (qué diablos el dulce de leche argentino o la cajeta mexicana, este es muy superior) y hasta el miserable pero delicioso boniatillo seco o borracho o con coco, pasando por los flanes de leche, flanes con coco, flan napolitano, el impresionante flan de calabaza y el capuchino, y el fuera de serie tocinillo del cielo. Y no olvidemos el pudin de pan, ese manjar de los dioses y los frixuelos asturianos cubanizados, tan sencillos de hacer como sabrosos.
Y había otros que eran más exclusivos, pero valía la pena ir a un restaurante elegante y disfrutar un Baked Alaska flameado y disfrutar de las llamas del licor sobre el cake helado o comerse una tarta Dobosh al estilo cubano.
Y he dejado aparte mi dulce preferido (sigue compitiendo con las torrejas de mi abuela y a las que le ganan únicamente porque ya ella no está y la receta sólo la sabía hacer ella), la harina en dulce con abundantes uvas pasas, la que me gusta comer fría y echarle por encima abundante leche condensada.
Y aunque mi preferido cuando tenía dos quilos (centavos) no eran las golosinas, sino los camarones secos, me entusiasmaba cuando ponían un generoso puñado en un papel kraft o papel cartucho y lo cerraban con el sistema de envoltorio usual en esa época, del cual podias zafar una especie de solapa, atravesarlo en el cinto y allí se cerraba y se llevaba como una especie de alforja. De esa manera llevaban la merienda al colegio todos los muchachos, casi siempre pan con dulce de guayaba, convirtiéndose en una especie de origen primitivo de los que después serían populares medios de cargar algo sin emplear las manos y que se conocieron como “mariconeras” que sirven para llevar documentos, espejuelos, cigarros, celulares y muchas otras cosas, pero no para un pan con guayaba.
Las golosinas de la Nochebuena
Había golosinas que solo las veíamos en la época navideña: los turrones (Alicante, Jijona, Yema y otros), los dátiles, los higos, las nueces y las avellanas. Y en esa época aparecían, aunque las había todo el año, frutas de climas templados como manzanas, peras, melocotones y uvas, pero lo que más recuerdo de esos tiempos era la venta masiva de manzanas acarameladas.
En muchas casas en Cuba se hacían especialmente para la cena de Nochebuena, algunos dulces típicos, como eran los buñuelos (hechos de yuca y malanga con forma de número ocho y almíbar de anís), los cascos de naranja o toronja u otro dulce en almíbar con queso criollo.
Pero lo que no podía faltar era el turrón. Si faltaba el turrón, era como si faltara el puerco asado, no había Nochebuena.
Había muchas marcas conocidas de turrones españoles, pero también hubo empresarios turroneros españoles que establecieron fábricas en Cuba, como el caso de Arturo Sirvent, el que aprovechando su experiencia de productor de turrones de Jijona y Alicante en Barcelona, y a partir de almendras de California y azúcar cubano, realizó grandes producciones a menor costo y ello le permitió un gran éxito en el mercado norteamericano. Hasta que llegó la revolución.
Pero aparte de ello, La Estrella (la marca del famoso chocolate) y La Ambrosía, eran dos grandes productoras de confituras que se destacaban por los chocolates en barra para derretir, ideales para dulces y chocolate caliente, pero también por los exquisitos turrones, sobre todo los de yema y de mazapán que no tenían nada que envidiarle a los españoles, lo que aumentó la bien ganada fama que ya tenían por sus galletas dulces, sus caramelos y sobre todo sus chocolates.
Dos famosos
Si algo tenía fama en Cuba y no se podía consumir cotidianamente porque solamente se hallaban en determinados lugares eran los panqués de Jamaica y el Pan de Caracas, que más tarde se extrapoló y conoció como Gaceñiga, un producto de la dulcería Peresosa..
Estos dos dulces hicieron historia en Cuba. El famoso panqué de Jamaica, una panetela incomparable al que ni siquiera podía hacerle sombra las deliciosas “mantecadas” eran exclusivas de un sitio obligado de parada de los ómnibus y autos que circulaban por la Carretera Central, a unos 35 km de la capital en el poblado de Jamaica y muy cercano a San José de las Lajas. Era un panqué denominado El Gallo y con un fuerte aroma y sabor delicioso a mantequilla que se deshacía en la boca. “No hubo ni ha habido ningún panqué mejor que aquel”, según juran y perjuran todos los que lo conocieron, y ni siquiera su descendiente el que se comercializa en Miami con igual nombre, se le acerca en calidad.
La otra gran golosina era el Pan de Caracas que se preparaba en Camagüey desde finales del siglo XIX, y que se elaboraba con harina de maíz, leche, azúcar, mantequilla e incorporaba pasas y queso rallado. Un comerciante de la ciudad, basado en la receta primaria, comenzó a producir una variante que sustituía la harina de maíz por harina de trigo mezclada con fécula de maíz, la conocida maicena. El nuevo producto tenía forma de barra alargada y de poca altura y adquirió fama más allá de las fronteras provinciales y se convirtió en un símbolo gastronómico indiscutido de la comarca. “Visitar Camagüey y no cargar consigo una barra de Pan de Caracas o un buen queso de blanco o Patagrás era un pecado. Ya después, con el triunfo revolucionario y la nacionalización de todos los negocios, la calidad de estos productos cayó a niveles jamás esperados y continuaron viviendo de la fama que habían alcanzado, pero no eran sombra de lo que un día fueron.
Los puestos de chinos
Si se habla de chinos, todos nos acordamos de los llamados “puestos de chinos”, de las lavanderías y de los almacenes de chinos, pero su actividad iba mucho más allá y el Barrio Chino de La Habana en su momento fue el más vital de América Latina.
Ninguno de mis contemporáneo puede olvidarse de los chinos especialistas en maní tostado con sus latas de aceite con carbón en su base para mantener los cucuruchos calientes y que estaban en todas partes de la capital, sobre todo en las avenidas más concurridas. Y qué decir de los dulces que hacían en sus puestos de frutas, viandas y vegetales, en particular los de ajonjolí, a los que decíamos “cabeza de chino con piojo”, el dulce de calabaza china, las frutas naturales o peladas y frías disponibles todo el año y lo excelso entre sus delicias: los helados de frutas de los chinos, los más sabrosos a pesar de que no tenían una gota de crema de leche y sin embargo eran super cremosos.
Tenía un amigo mayor que yo, Ramón, que estaba en la misma primaria que yo y con el que siempre hacía el viaje hasta la escuela, cuyos padres eran chinos y le recordaban a cada rato un proverbio chino: “Deja que tus hijos pasen un poco de hambre y un poco de frío”. Más temprano que tarde, nuestros hijos se enfrentan a un mundo que desconocen si no tienen conciencia del trabajo de resolver los problemas de la vida, lo que no comprenden y que está lleno de trampas y encrucijadas que no saben sortear porque todo les ha caído del cielo, por lo que las consecuencias son peores que las que quisimos evitarles.
Me di cuenta que sus padres, chinos naturales, le hacían mucho bien a sus hijos al poner en práctica esta máxima. Por a eso a Ramón, hijo único y al que le podían ofrecer todo en bandeja de plata, no le hacían daño y sabía que las cosas tenía que ganárselas. Con el tiempo logró ser destacado en lo que le gustaba, que era la joyería y platería, convirtiéndose en uno de los principales aprendices en Cuervo y Sobrinos, y un afamado joyero más tarde.
El esfuerzo hace que las personas se forjen como gente de bien, y a la sombra de él estuve varios años y en lo único que no tenía limitaciones, tanto él como yo, era en tomar los deliciosos helados y golosinas que hacían en el puesto de su padre. Lo demás había que lucharlo a partir de los resultados de las metas que le imponían. Y por supuesto me comía las ricas bolas de ajonjolí y Ramón era el que me preguntaba si no iba a decir: ¡cabeza de chino con piojos!.
Ese mismo espíritu que le sembraron a mi amigo, fue lo que hizo que los chinos todo lo hicieran con dedicación y calidad. Y las golosinas eran una prueba de ello, sin hablar de la gastronomía, que es un punto y aparte.
Los abuelos y las golosinas.
Cuando en nuestra casa nos negaban las golosinas que nos gustaban, los niños sabíamos que cuando estuviéramos con los abuelos, teníamos resuelto nuestro deseo.
Algunos lo llaman malacrianza, pero ¿qué sería de nosotros sin los abuelos?. Probablemente seríamos otro tipo de personas. Aquel niño que tiene un abuelo amoroso, tiene un tesoro. Y aunque muchas veces no lo saben o no lo reconocen, sus padres también.
En este mundo moderno, donde casi todo está de cabeza respecto al mundo que conocimos, entre ellas que la gente no conversa si no es a través de un teléfono celular, y no hay tiempo para compartir con la familia pero sí para conectarse a Internet y perder el tiempo en estupideces, hay criterios de que los abuelos son nocivos para los niños, porque consienten a sus nietos dándoles golosinas y comidas grasosas, lo que limita su actividad física y además les permiten tiempo en exceso de videojuegos o viendo televisión y les ofrecen comidas con ingredientes que no son saludables (según el concepto moderno y fueron los que consumían nuestros padres y abuelos, que vivieron más de ochenta y noventa años) en lugar de alimentarlos con los artificiales pollos inyectados o los vegetales y frutas colmados de insecticidas. Sin contar que hay abuelos que delante de sus nietos hasta se toman una copa de vino o brandy. Y ni que hablar de sus remedios tradicionales obsoletos y costumbres arcaicas que pueden dañar a los nietos y dar como válidas costumbres sin valor científico. Estas concepciones son una prueba de que la sociedad, en lugar de evolucionar, involuciona.
Resulta que los niños que crecen al lado o cercanos a sus abuelos, son más felices, estables y seguros que los que no los tienen o no lo hacen. Y ello no se debe precisamente al hecho de que le den más golosinas o los consientan más, sino porque los colman de ese amor que solo puede dar el que es abuelo. Y lo digo por experiencia propia y porque recuerdo el cariño que me daba mi abuela y sobre todo la paciencia con que lo trataban a uno, que es la mejor educación porque se basa en el cariño y no en la violencia.
Cuando nadie quería llevarte al parque o al circo que se instalaba en un placer cercano a donde vivías, el abuelo no dudaba, es más, se desesperaba por llevarte y aunque no hubieras pensado en ello, el abuelo estaba al tanto de lo que podía hacerte feliz. Por eso cuando mi nieto me ve por video, se aferra al celular y comienza a llamarme “abubú” y cuando lleva muchos días sin estar juntos, se pone a llorar. No hay amor como ese. Ni siquiera el de los perros que es el más puro de todos los amores.
Los abuelos tienen en las golosinas un arma poderosa, pero más poderoso es el amor que le brindan a sus nietos.
El fin de las golosinas cubanas
La autodestrucción del proceso revolucionario en Cuba, lo ha ido aniquilando todo, y las golosinas no podían estar ajenas a ello.
Ahora la golosina cubana disponible, si la encuentras, solamente está presente en forma de pirulí o caramelo de mala factura tipo bastón, el turrón de maní o maní garapiñado y los “chicoticos” o pellys. Todo lo demás hay que comprarlo en la moneda en que no le pagan a la mayoría de los cubanos su salario. Y los que se compran en esa moneda son mucho más caros que en cualquier otra parte del mundo.
Eso nos trae muchos antojos, al menos de lo que conocimos. Seguro que si ves una malta, te entusiasmas por prepararla con leche condensada: manjar de dioses. Y del chocolate con churros y de los helados, qué decir.
La época donde se iba al Parque Lenin a buscar golosinas como caramelos, peters, galletas de ajonjolí y muchas otras golosinas, almorzar en La Faralla, ya pasó, ahora hay que tener divisas para acceder a esas exquisiteces.
Como dijo Willy Chirino en su canción Todo pasa: “Pasan los días, pasan las noches, pasa la gente, pasan los coches, pasan las horas y los minutos, … pasa la historia, las cosas pasan, pasa una novia, el tiempo pasa…”. Pero aquel gusto por las golosinas cubanas, ese si no pasa, se queda, aunque sea solo un espejismo, un deseo irrealizable, otra nostalgia de las tantas.
La gran vergüenza
Sin duda alguna, la gran vergüenza de la gastronomía cubana es que todos los alimentos y en particular las golosinas y dulces que se consumían en Cuba antes de tomar el poder el gobierno revolucionario, han desaparecido casi en su totalidad, mientras que en Miami y en otros lugares donde se han asentado los cubanos que han podido escapar del totalitarismo, esos productos renacieron y se mantienen, y la mayoría de ellos no se conocían en ese país antes de ocurrir el cataclismo que asola a Cuba desde hace sesenta años. Quizás no nos sepan tan sabrosos como los conocimos originalmente, pero si no son iguales, al menos nos alimentan y alivian esa sensación de ausencia que tenemos los cubanos fuera de la Isla, alivian nuestra melancolía.
Sería interminable la lista de productos e inclusive de marcas, algunas que no recordamos, pero que sin embargo nos reviven en la memoria cuando las vemos. Eso es en cuanto a las golosinas producidas industrialmente, y si vamos a los llamados Bakery o panaderías que existen en Miami, muy al estilo de las panaderías-dulcerías que existían en la Cuba republicana, ahí si completamos nuestra memoria histórica gastronómica. Y ni hablar de los restaurantes o los hogares cubanos en el exilio, ahí están vivas las comidas con la que sueñan volver a disfrutar algún día los cubanos de la Isla.
Ahí sigue viva Cuba, porque como dijo Lichi: “la patria es la comida”, y en Miami está la reserva de nuestras costumbres culinarias y todo lo que nos permite revivir la niñez que disfrutamos en la Cuba libre.
7 Comentarios
Shirley
March 9, 2020 at 4:43 amEs verdad, quien haya tenido abuelas que lo hayan querido será siempre una persona más feliz.
carlosbu@
March 9, 2020 at 5:19 pmLos abuelos, se lo digo ahora que lo soy, es el amor más grande que puede existir, lo equiparo con el de los perros (no es una metáfora) los perros dan la vida por nosotros y los abuelos la damos por los hijos pero mas por los nietos, gracias por sus comentarios
Shirley
March 26, 2020 at 9:09 amMe encantaba cuando mi abuela me hacía el disco con leche condensada 😋😋😋
Rafael Rodríguez
February 15, 2021 at 10:21 pmFaltó algo muy típico en La Habana. Por favor, no me tomen por grosero.
1. La palabra es normal en ingeniería civil.
2. Así se llamaba el postre y todos lo pedían por ese nombre.
Se trata de: “Mojón de Negro”
¿Alguien lo recuerda?
carlosbu@
February 16, 2021 at 1:01 amCreo que el mojón de negro lo mencioné en uno de mis artículos, por supuesto era un postre muy sabroso y barato, valía 2 centavos y se le llamaba asi por su color oscuro pues estaba hecho con azucar prieta, tambien estaba el coquito, exactamente igual, que era blanco porque lo hacian con azucar blanca, pero el mojon de negro, como se le llamaba, era mejor
Tony
November 2, 2022 at 2:30 amClaro que lo recuerdo. Bocadillo de coco rayado con miel, azucar prieta y de forma alargada como un mojon.
Un amigo mio negro decia, pero por que tiene que ser mojon de negro si ustedes los blancos hacen su caca igual.
Y los dos nos reiamos mucho.
carlosbu@
November 7, 2023 at 9:04 pmSi, muy gráfica su anécdota, eran los tiempos en que nadie discriminaba a nadie, muchas gracias por sus comentarios