La Colección, una obsesión
“Las cosas viejas, tristes, desteñidas,
Sin voz y sin color, saben secretos
De las épocas muertas, de las vidas
Que ya nadie conserva en la memoria,
Y a veces a los hombres, cuando inquietos
Las miran y las palpan, con extrañas
Voces de agonizante dicen, paso,
Casi al oído, alguna rara historia
Que tiene oscuridad de telarañas,
Son de laúd, y suavidad de raso”.
José Asunción Silva (poeta colombiado del siglo XIX)
Hay un dicho que pregona algo así como que cantes como si nadie te escuchara, baila como si nadie te viera, juega como si no hubiera ganadores, ama como si todos te quisieran y sonríe a pesar de todo. A ello yo le añadiría: colecciona todo lo que quieras, pero no dejes de coleccionar los buenos momentos que has vivido. Esa colección es la única verdaderamente tuya, igual que aquel que escribe y nadie lo lee, pero siente satisfacción por haberlo hecho.
Los coleccionistas aprovechan cualquier ocasión para buscar las piezas que le faltan, porque una colección es un reto que nunca acaba, aunque resulte un imposible el completarla, como el que se pudiera dedicar a coleccionar faltas de ortografía, la moda predominante en nuestros días, o poesía siciliana. Al final lo que colecciona uno, puede tener valor para muchos otros o solamente para el mismo coleccionista, lo que no cambia para nada su sentido.
Y es que absolutamente todos, de una forma u otra hemos sido coleccionistas o conocido a alguien, que sin saberlo o no, lo es.
Pablo Neruda coleccionó barcos en botellas, cuadros de marinas, botellas de cristal, conchas marinas o terrestres de todos colores, máscaras y estatuillas, mascarones de proa, claraboyas y otros objetos de viejos navíos, pero sobre todo fue el mayor coleccionista de vivencias que haya existido, las que plasmaba en su poesía. Neruda sabía que era mejor coleccionar instantes y no cosas.
La primera vez que tuve un acercamiento a lo que era un coleccionista fue cuando al comenzar a trabajar, muy joven, con solo trece años, me enseñaron a limpiar, organizar y catalogar bibliotecas, primero privadas y más tarde otras inmensas de empresas o bufetes de abogados, hasta llegar a una muy importante como era la de la Atlántica del Golfo Sugar Company, una de las mayores productoras de azúcar, propietaria de tierras y colonias de caña en Cuba. Pero la primera de ellas no se me olvida por su relación con el tema que vamos a tratar.
Fue en casa de alguien sin duda alguna de muy buen caudal, el que tenía una mansión en la calle 31 esquina a 30 en Miramar. Ya anteriormente había trabajado en tres o cuatro bibliotecas parecidas y tras ser presentado al propietario, este me hizo varias observaciones, entre ellas la de que él era un coleccionista de sellos, los que guardaba bajo llave en un armario imponente, y que esos solamente los tocaba él y con guantes y pinzas, mientras que su otra colección, nada despreciable, se trataba de libros impresos de forma exclusiva, en hojas sueltas, dedicados por el autor para esa persona. A los que tenían este hábito exclusivo, o más bien curiosidad, se les llamaba bibliófilos. Por supuesto que no a cualquiera el autor le dedicaba de su puño y letra una obra custodiada por una tapa de piel con letras doradas y una cinta para evitar el despelote de su contenido o una protección parecida, todas muy elegantes y vistosas.
Ya la historia de lo que me pasó con uno de estos libros la he hecho anteriormente, por supuesto que el libro se me cayó y el nerviosismo para recoger las hojas y que no vieran el desastre, fue uno de los momentos de mayor suspenso de mi vida que todavía no se me olvida. Pero ese fue mi primer encuentro con un coleccionista, y sin saberlo yo tenía algo de eso, por mi comportamiento con los muñequitos y los álbumes de postales. Aunque sin duda yo estaba muy lejos de las obsesiones de bibliófilos y otros coleccionistas y como le ocurría a todos, el coleccionismo tenía que estar dentro de mis posibilidades económicas.
Después conocí colecciones de monedas y billetes antiguos, que al igual que los sellos de correo, pueden llegar a tener valores insospechados por su valor simbólico, histórico, cultural y artístico.
Y está también el material con que estaban hechas. Una moneda fabricada antes de 1965 contenía 95% de plata en su fusión, por lo que con el tiempo el precio de los materiales era más costoso que el valor que representaban. Recordemos los llamados “realitos Roosevelt” o las “pesetas americanas” de veinticinco centavos de nuestra juventud y niñez. Y ni hablar del Peso de Plata Cubano por el centenario del nacimiento de Jose Martí, emitidos en 1953 junto con monedas de cincuenta y veinticinco centavos.
Mucho se hablaba en Cuba, sobre todo los campesinos, de los doblones de oro y la morocota, la denominada “Doble Águila”, una moneda de oro emitida en los Estados Unidos entre 1849 y 1933, con una denominación de veinte dólares y cuya aleación era de un 90% de oro con un 10% de cobre, correspondientes a 22 quilates, toda una fortuna hoy.
Y de los billetes también eran objeto de coleccionismo, siendo muy demandados los correspondientes al Banco Español de La Habana y al Banco Español de la Isla de Cuba, antes de existir la moneda nacional y el curso corriente del dólar estadounidense, sin dejar de ser muy valiosos cualquier moneda europea, en particular las de España.
Al casarme en 1969 conocí a Martín, ex dueño de una botellería y embotelladora que la revolución le había expropiado y que había dedicado su fortuna a comprar una buena casa en Fontanar, un Mercedes Benz y a cambiar todos los años su carro americano, el último de los cuales fue un Chevrolet Corvair de 1959, que siempre estaba roto. Pero Martín tenía una cosa muy valiosa para mí: aunque no sabía inglés, contaba con la colección, al menos desde los años veinte hasta que dejó de entrar a Cuba, de las revistas de la National Geographic Magazine, así como una bastante extensa de Life en Español. Pero también tenía otras cosas que no me interesaban para nada y que mientras me decía que podía quedarme con las National Geographic, porque eran porquería, y que lo verdaderamente valioso era todo el contenido de un gran closet, con álbumes y más álbumes de sellos de correo. Martín era filatélico, no se si reconocido, pero la plata que invirtió en ello fue mucha y todo respondía a un afán desconocido porque realmente lo que se llama cultura, era tan escasa para él como abundante el dinero que tenía.
Tras su muerte su hijo se dedicó a despilfarrar todo y vendió a la Sociedad o Asociación Filatélica todo aquel arsenal valioso por una bagatela, porque al final él no sabía de otra cosa que no fuera gastar indiscriminadamente lo que no había sudado. La colección de una vida se fue en un par de visitas al cabaré, y cuando esto acabó se dedicó a hacer huecos en el jardín y el patio, bastante grandes, a ver si había algún tesoro enterrado.
Y como el coleccionismo es una especie de adicción, hay quien colecciona cualquier cosa: latas y botellas de Coca Cola, jabones, peluches, carritos, llaveros, figuras de Santa Claus, cámaras fotográficas, cámaras de cine, tazas de café, cajas de cigarrillos, teléfonos, figuras de porcelana, muñecas, relojes, cajitas musicales, almanaques, cajas de tabacos habanos, y prácticamente todo lo imaginable o no. El mayor problema de los coleccionistas es hallar espacio para la colección, porque a medida que pasa el tiempo el volumen se va incrementando, por muy pequeña que sean las piezas. Y la otra dificultad es que los que rodean al coleccionista y no comparten su pasión no pueden entender el por qué de esa manía y los problemas que trae consigo, comenzando por el gasto y la incomprendida inutilidad.
Y probablemente no pueda considerarse coleccionismo, pero está presente la moda de poner en las puertas del refrigerador, mini posters con imán que muestran los lugares a donde se ha viajado, muchas veces como una muestra de sus exitosos periplos para despertar la envidia ajena.
Dejo aparte a los multimillonarios que se obsesionan por coleccionar obras de arte de determinado pintor o figuras de civilizaciones tales como el antiguo egipto, los aztecas o los mayas o similares, sin importarle que hayan sido robadas de museos o mal habidas, su vicio puede más que la moral y la ética.
Y relacionado con el caso, a pesar de no ser una colección, mi suegro conservaba todas las libretas de abastecimiento desde la primera en marzo de 1962 hasta su muerte en 2004, toda una curiosidad, a la que no le dimos valor en ese momento, pero que en realidad era historia viva del viaje en picada de un sistema fallido.
Y no tiene nada que ver con el coleccionismo ni con la superstición, pero por si acaso yo ando con un par de billetes de dos dólares en la billetera, que dicen que trae buena suerte, y aunque no creo en la suerte, aún y así no me desprendo de ellos.
Las postalitas
Creo que el afán de coleccionar cosas le viene a uno con los genes, pero sin duda alguna algo en algún momento de tu vida te impulsa a comenzar a acumular cosas que a otros le pueden parecer desde interesantes hasta ridículas o sin sentido. En realidad creo que ello responde a un interés de tener lo que otros no tienen o de lograr lo que otros no han podido, porque realmente tener una colección de objetos al final no sirve absolutamente para nada aparte de la satisfacción personal de haberlo logrado, porque lo más probable, como lo que he contado sobre mi vecino Martín, es que nadie valore lo que coleccionaste con tanto esfuerzo.
Y si hablo de los genes, solamente pudiera referirme a mi abuelo, al que conocí muy poco porque murió cuando yo era muy pequeño, pero del cual recuerdo que tenía en el patio y otras zonas de la casa, inmensas cantidades de latas de todo tipo, y de lo cual tengo en mi mente dos cosas impactantes: su velorio en la sala de la casa, lo cual me aterrorizó y que setenta años después me muestra destellos de aquel momento, y la recogida de los cientos o miles de latas, que hubo que aplastar y así y todo fueron varios sacos con sus desechos.
Pero el tema que quiero abordar se refiere a que una de las cosas que influyeron en muchos niños o jóvenes de mi generación y en particular en mi en adquirir este hábito, fue el de las postalitas.
Ya he abordado el tema de las postalitas, con los álbumes que todos queríamos tener completos y que por obra y gracia del mercado, siempre había algunas que no aparecían por ninguna parte y nos obligaba a desesperarnos de forma tal que éramos capaces de dar cualquier cosa por obtenerla y completar nuestra colección. Eso nos llevaba a comprar y volver a comprar rompequijadas, caramelos o lo que fuera a ver si teníamos suerte, lo que se convertía en algo parecido al vicio del juego y donde la recompensa era alcanzar la famosa postalita que pocos tenían. Se valía todo, el intercambio, el ofrecer dos o más por una postal o hasta sacrificar algún juguete con tal de obtenerla.
Con los comics o muñequitos que es como los conocemos en Cuba, ocurría otro tanto, pero en menor medida porque se trataba de una colección viva, es decir que continuaban saliendo números nuevos y aquello nunca terminaba, pero el objetivo de los álbumes era llenarlos completos.
Así fue que coleccioné álbumes de postalitas, muñequitos, libros y discos de vinilo y más tarde casettes, videos en formato VHS y DVD con música, películas y series. Al final tras irme de Cuba, todo tuve que regalarlo y en algunos casos, sobre todo los discos de vinilo porque nadie tenía tocadiscos, venderlos por una bagatela, y si hubiera estado en otro país, mis colecciones de muñequitos, debidamente encuadernadas, probablemente hubieran valido una fortuna, y probablemente ahora con el renacer de los tocadiscos, también muchos LP serían tan demandados como un denario del imperio romano.
Pero a lo que voy a referirme es no a ese inútil hábito de coleccionar, sino nuevamente a las postalitas, y a un elemento que muchos no valoramos debidamente en su momento.
Lo mismo que me gusta la lectura, la aviación y la música (en particular la guitarra) y en ese orden, también he sido un amante perpetuo de la geografía. Todavía me extasío con los mapas, los datos geográficos, sean físicos o digitales y esa preferencia me llevó en mi niñez a ganar concursos tanto de ortografía como de geografía en los eventos interescolares que organizaba la Sociedad Económica de Amigos del País, un ente de tanta importancia en la historia cubana y de la cual los cubanos de hoy no tienen la más remota idea de que existió.
El caso es que desde los mapas de la Esso o la Texaco, que regalaban en los garajes donde se vendían la gasolina, pasando por las revistas de la National Geographic Magazine, disfruté muchísimo esa disciplina, que tuvo su génesis, al menos para mí, en algo tan sencillo como un album de postalitas.
Y me refiero a varios álbumes, uno de ellos titulado “Maravillas del Mundo”.
El origen de mi afición a coleccionar
Por supuesto algunos de esos álbumes en particular, como corresponde al momento en que fue editado, explica que la naturaleza es una creación de Dios, (Al principio creó Dios el cielo y la Tierra…Génesis), pero como ya desde muy pequeño yo hallaba sin sentido todo lo que oliera a religión, y un poco más tarde en los años cincuenta, en mi adolescencia, mi fe en el cristianismo se había perdido para siempre, pero en aquel momento poco importaba el origen de todo lo que existe en la naturaleza, sino que me asombraba por la variedad casi infinita de elementos que la componían y su constante transformación.
Y el más difundido o al menos el que tuve a mi alcance fue el álbum Las Maravillas del Mundo, publicado por la Sociedad Nestlé y editado en Barcelona en los años cincuenta.
De él aprendí, aunque viendo el nivel de la educación que tuvieron mis hijos, que en Cuba antes de la revolución, tener sexto grado, aunque fuera de una escuela pública, significaba contar con un nivel muy bueno de lectura, escritura, ortografía, matemática, conocimientos de la naturaleza, geografía, historia de Cuba y moral y cívica, pero sin duda alguna aparte del que fuera adicto a la lectura, las postalitas nos enseñaban las maravillas naturales más destacadas o al menos las más conocidas, las extraordinarias obras creadas por el hombre, tanto de construcciones como obras de arte y muchísimas otras cosas que serían objeto de nuestro interés y conocimiento más profundo en los estudios de bachillerato.
Fue así que tuve mi primer acercamiento al conocimiento de esa cultura enigmática y atrayente que es el Antiguo Egipto, con las pirámides, la esfinge y muchas otras obras monumentales y el majestuoso río Nilo; un acercamiento al México prehispánico con Teotihuacán, las ruinas Mayas de Chichén Itzá, la imagen que me persiguió toda la vida hasta que pude conocerla personalmente de la Isla de Janitzio en el lago de Pátzcuaro y los volcanes, en particular el majestuoso Popocatepetl y el Paricutín, que surgió ante la vista de todos; de Estados Unidos me asombraron las Cataratas del Niágara, el Gran Cañón del Colorado, las Sequoias gigantescas de California, el Parque Nacional Yellowstone con sus maravillas entre ellas el géiser Old Faithful, las formaciones rocosas de Utah y Colorado, Arizona con el Monument Valley; el Mar Muerto, el río Tigris, el Volcán Vesubio en Italia, los fiordos de Noruega, el Pan de Azúcar en la bahía de Guanabara en Río de Janeiro, la Cascada del Ángel en Venezuela, las cordilleras del Himalaya, Los Alpes y Los Andes, el Desierto del Sahara, el Volcán Fujiyama en Japón, el Amazonas que es el río más caudaloso del mundo y el de mayor extensión de su cuenca, el lago Titicaca, las cataratas Victoria en África y las de Iguazú en América del Sur y algo muy impresionante, aparecía el Salto del Hanabanilla, tal y como era entonces, mucho antes de que una represa acabara con esa imagen tan icónica de nuestro país. Y no se me puede olvidar una imagen, la de Sanibel Island, cerca de Fort Myers en la Florida, famosa por la cantidad de caracoles y conchas que allí hay y que por suerte he podido visitar más de una vez.
Por si fuera poco, este album tambien nos dio una introducción a las obras de arte creadas por el hombre, donde destacan la estatua de Moises creada por Miguel Angel, el Apolo de Belvedere, hallado en las ruinas de Anzio; el Discóbolo; el Pensador del escultor Rodin; el Perseo de Benvenuto Cellini; la Venus de Milo; la Avenida de los Guerreros cercana a Pekín y otras.
Probablemente en ese momento no valoré debidamente que algo que tuvo un objetivo eminentemente comercial, que era el incentivar la compra, casi siempre de golosinas, caramelos o chocolates para completar todos los imágenes o cromos del álbum, también nos estaba ayudando a cultivarnos y a apreciar tanto las maravillas de la naturaleza, como las creadas por el hombre, en resumen, las maravillas del mundo.
Cracker Barrel
La primera vez que entré a un establecimiento de Cracker Barrel, me impactó el gusto por coleccionar cosas viejas que nos llevaban muy atrás en el tiempo, aún a épocas en que no había nacido. Al disfrutar su menú me hice la idea también de que cuando se hacían uso de las herramientas, utensilios y se compraban las cosas que aparecían promocionadas en las paredes con carteles de esos tiempos, también debía comerse como se come allí, aunque ahora los alimentos no sean para nada tan naturales como entonces.
Esta cadena de tiendas-restaurantes ambientada en estilo sureño de los Estados Unidos ha ido creciendo desde su fundación en 1969 y ya cuenta con 663 establecimientos en 45 estados.
Realmente no es una colección lo que muestra como decoración o ambientación, pero sin duda han tenido que ir buscando a viejos coleccionistas o sus descendientes para lograr contar con tan valioso arsenal de tesoros antiguos y no tan antiguos, que recrean las tiendas rurales tradicionales, que incluyen la bomba de gasolina, la que ha sido sustituida por un restaurante de comida campestre.
Mis visitas al “Barril de Galletas”, como se traduciría literalmente al español, no ha sido tan frecuente como quisiera, pero normalmente se encuentran situadas en lugares apartados, pero lo que sí puedo afirmar es que cada vez que los visito encuentro nuevos elementos que aguzan mi memoria y siempre me voy con el corazón contento por la deliciosa comida.
Como conclusión, y un buen ejemplo de ello es Cracker Barrel, sin duda alguna, no todo en el coleccionismo es inútil, pero como vimos en el poema que da inicio a este artículo, las colecciones se convierten a la larga en cosas viejas, tristes, desteñidas, sin voz y sin color, que saben secretos de épocas muertas y de las vidas que ya nadie conserva en la memoria.
Pero todo eso no importa, aunque la colección solamente tuviera valor para el coleccionismo en ese momento, en la posteridad siempre se va a encontrar algo valioso.
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